Al igual que en el año 2001, en el que la implementación de políticas económicas extremas llevaron a la recesión y el desempleo, una vez más los argentinos somos testigos de un nuevo fin de ciclo, que, lamentablemente, podría concluir con los mismos síntomas.
Nos hemos dado el lujo de pasar de un modelo abierto y de mercado a otro cada vez más cerrado y dirigido por el estado.
La dirigencia política una vez más se enfrenta al fenómeno del “que se vayan todos”, solo que en esta caso se presenta en formato de ausencia y desinterés a la hora de votar y eligiendo a un candidato surgido de la mesa de un programa de televisión, sin antecedentes en la gestión pública ni privada, en la práctica, un teórico.
Los últimos comicios arrojaron un contundente 65% de electores que habían dejado de optar por las propuestas de los últimos años, que entre los dos se repartieron apenas el 35% restante.
El mensaje de las urnas ha sido claro, se votó en contra de un modelo de gestión que es compartido por las propuestas tradicionales que hoy dejaron de ser mayoritarias.
La crisis del 2001 fue producto de la pseudo dolarización de la economía con la Ley de Convertibilidad, que sirvió para salir de la hiperinflación y establecer reglas estables durante casi una década.
Sin embargo, la pseudo dolarización lejos estuvo de resolver que:
- Nuestra clase dirigente siempre se las ha ingeniado para gastar de más. Emitiendo pesos cuando pueden, tomando deuda en moneda local o extranjera, recurriendo a los organismos multilaterales de crédito o imprimiendo cuasimonedas.
- Nuestros antecedentes crediticios son de los peores, somos defaulteadores seriales.
- Los mismos legisladores que en un momento aprueban una ley en un sentido, al poco tiempo pueden cambiar de criterio, derogando, a veces con efectos retroactivos, los efectos de las normas vigentes.
- Los contratos públicos y privados son interpretados por la justicia de acuerdo con los intereses del poder de turno, en consecuencia, a veces una misma cláusula puede tener aplicaciones opuestas.
Los años previos a la salida de la convertibilidad la economía había entrado en recesión, sobraban productos en los almacenes y en muchos sectores la cadena de pagos estaba literalmente rota. Cheques rechazados, ejecuciones hipotecarias y prendarias, tribunales civiles y comerciales colmados de expedientes.
La teoría del derrame había dejado de verter poder adquisitivo sobre la mayoría de los argentinos y esto, combinado con la debilidad política del gobierno del Presidente De la Rúa fueron caldo de cultivo para abandonar de manera violenta, desordenada y cruel un modelo signado por la reducción de las intervenciones públicas y el libre mercado.
La ciudadanía estaba en carne viva. Las deudas en dólares eran impagables. Los empleos se perdían de a cientos de miles. Las empresas quebraban y el hambre se presentó en forma de saqueos y desesperanza.
¡¡Que se vayan todos!!
Los argentinos habíamos dejado de creer en la política y sus políticos como mecanismo conductor de los destinos del país.
La dirigencia de aquellos tiempos encontró como respuesta repartir las pérdidas entre las partes, sin importar lo que las normas y los contratos establecen, asistir a los más necesitados e intervenir para morigerar los efectos de tamaña crisis.
El abandono de la convertibilidad, junto con la suspensión en los pagos de los servicios de deuda y la pseudo nacionalización de las deudas privadas en dólares recibieron el apoyo de la mayoría de los sectores, pues había recursos frescos para todos a expensas de los contratos y acuerdos del pasado.
Sin embargo, se sembraron semillas muy peligrosas, esas que compiten con los buenos cultivos.
El avance brutal de lo público por sobre lo privado puso al Estado en el rol de principal impulsor de la economía.
Durante los últimos 22 años la inversión estatal siempre superó a la privada.
El trabajo y el esfuerzo dejaron de ser la forma de acceder al ingreso y bajo el lema que dice “donde hay una necesidad existe un derecho” han crecido dos generaciones con necesidades y derechos pero sin responsabilidades, al amparo del criterio que a través de los incentivos al consumo la economía sola se ordena.
Así llegamos a este año 2023, en el que la respuesta a la crisis de la convertibilidad ha llegado a su agotamiento. El péndulo entre la apertura total y la “libertad económica” versus la intervención total, el control de precios y los tipos de cambio múltiples nos han llevado al atraso, la pobreza y la inflación nuevamente.
Ninguno de los dos extremos han sido buenos. El mal presente podría hacernos añorar un pasado, también malo.
Es probable que, al igual que en el 2001, la salida de este modelo dirigista e intervencionista sea también traumática.
Por el lado social el panorama es bastante peor que el anterior, 20 años de asistencialismo propiciaron el desarrollo de un nuevo estrato social que desconoce el valor distributivo del empleo y el esfuerzo laboral como medio para acceder a la satisfacción de necesidades y deseos.
La intervención estatal en los precios de los bienes y servicios que se ofrecen en la economía ha trastocado las relaciones entre ellos, dejando en su camino ganadores y vencidos, muchas veces por la discrecionalidad que las normas y funcionarios predican.
La política cambiaria, basada en tipos múltiples e inversa a las necesidades de las arcas del tesoro, castiga a los que ingresan divisas y premia a quienes se las llevan, en consecuencia, inevitablemente faltan dólares.
Esto castiga al valor de la deuda en moneda extranjera, tanto pública como privada, pues el mercado percibe la imposibilidad de, en estas condiciones, contar con los recursos que se necesitan para honrar las obligaciones.
Del mismo modo, la deuda en moneda local se multiplica exponencialmente por las tasas que debe pagar el estado para “seducir” a los cautivos tenedores de pesos para que sigan en esta denominación, algo que hacen más por imposibilidad que por conveniencia y deseo.
Lamentablemente la historia nos demuestra que de los procesos inflacionarios solo se sale disminuyendo el consumo, algo que de manera simple se traduce como más pobreza.
La pelea por la torta distributiva encuentra su límite cuando nadie puede acceder a comprar una porción, cuando los stocks se acumulan y los productos perecederos se vencen. Cuando el costo financiero es mayor que la expectativa de revalorización del inventario.
Este fenómeno ha comenzado. Solo el costosísimo esfuerzo que hace el gobierno en sostener un modelo agotado hasta el traspaso de mando demora lo inevitable.
El próximo año 2024 será el del sincericidio de las variables económicas pues se ha acabado el combustible para sostener las múltiples mentiras que coexisten, obligando a sincerar los precios relativos de las cosas.
Esto pondrá en evidencia el estado de desorden e inequidad en el que los argentinos vivimos, poniendo en riesgo la gobernabilidad de quien haga las cosas que hay que hacer.
Es por eso que lo que viene va a ser muy duro para todos y principalmente para quienes comanden el timón de los destinos de este país, pues hacer lo que hay que hacer podría interpretarse como un suicidio.
Dios quiera que se pueda.
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